Para muchos seguidores de su obra, es evidente que el escritor se inspiró en el paisaje vallecaucano para recrear el primer episodio de una de sus grandes obras: ‘Abdul Bashur, soñador de navíos’
A lo largo de su obra poética y narrativa, Álvaro Mutis no sólo se dedicó a escudriñar los complejos laberintos de la condición humana, sino también a recrear las particularidades geográficas y culturales de muchos de los rincones que visitó en su trashumar por el mundo.
Y para los fieles amantes de su literatura –esos que hoy pueden ir más allá del cliché inevitable de mencionar a Maqroll el gaviero para despedirlo–, redescubrir esos sitios a través de la pluma de Mutis resulta todo un pasatiempo.
Viajero incansable, observador agudo y poseedor de una vastísima cultura, Mutis tenía la capacidad de ordenar y enlazar –en una tertulia de amigos, una charla académica o un libro–, lo inimaginable: datos geográficos, hechos históricos, referencias musicales, descripciones paisajísticas, críticas gastronómicas, conocimientos técnicos y detallados retratos de seres anónimos, todo en un embrujador discurso henchido de belleza y profundidad filosófica.
Los tres personajes centrales de su principal saga narrativa –Ilona Grabowska, Abdul Bashur y Maqroll El Gaviero–, viajan a lo largo de siete libros por brillantes ciudades europeas, extraños mercados orientales, selváticos rincones de Latinoamérica, y por innumerables puertos de todo el planeta.
Mutis recreó los detalles reales de muchos de ellos con milimétrica precisión. O en otros casos los utilizó como insumo para construir, a partir de hipérboles, metáforas y alegorías, el escenario fantástico que requerían las acciones de sus personajes. Pero siempre, en cualquier caso, logró que el lector descubriera una nueva perspectiva sobre esos lugares, o que alimentara su deseo de conocerlos.
Por más procaz que hoy parezca, no resultaría extraño que en próximos días apareciera algún oportunista empresario turístico ofreciendo el tour de la obra literaria de Álvaro Mutis. Y tendría éxito asegurado.
Si así fuera, debería entonces preguntarse en qué rincón del paisaje colombiano se inspiró el autor para escribir 'La Mansión de Araucaima'. Quizá muchos colombianos le contesten que fue en un paraje del Valle del Cauca, pues el director caleño Carlos Mayolo llevó ese relato al cine en 1985 y lo grabó en cercanías a Cali, situando la trama en el corazón de una típica hacienda azucarera vallecaucana.
Pero el asunto se le volvería un enigma al leer el texto original y encontrar que Mutis describe los hechos en alguna hacienda cafetera del Quindío donde “en los patios empedrados retumbaba el menor ruido, se demoraba la más débil orden y murmuraba gozosamente el agua de los estanques…”.
¿Acaso Xurandó, el vasto río por el que se interna Maqroll en las páginas de 'La Nieve del Almirante', es un retrato del Amazonas? ¿Quizá el Orinoco? Sólo Mutis lo sabía.
Para muchos lectores, Marmato, en Caldas, y Segovia, en Antioquia, fueron la inspiración de Mutis al recrear en ‘Amirbar’ ese paraje verde e insidioso en el que Maqroll se interna detrás de la fiebre del oro. Así como la vegetación de Coello, Tolima, está presente en ‘Nocturno’, ese poema que el poeta Juan Manuel Roca recomienda leer siempre a los colombianos que se van del país.
"Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos..."
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos..."
En ‘Ilona llega con la lluvia’, también llevada al cine, es palpable la recreación que Mutis hace de muchos rincones del casco antiguo de Panamá, hasta el punto que hay quienes aseguran ‘ver’ en la narración las esquinas de Plaza Herrera.
Así, de Trieste a Estambul, de El Cairo a Marsella, de Bruselas a Bogotá, Mutis llevó a sus lectores por su particular visión de miles de lugares que recorrió con su pasión desbordada por ver y vivir el mundo.
Y el Valle del Cauca, región por la que Mutis pasó en varias ocasiones durante sus años de empleado de una multinacional petrolera, tiene un lugar vital en la geografía fantástica de su obra, e inspiró la recreación de momentos cruciales de sus relatos.
Fue aquí donde el narrador de la saga de Maqroll –que es el mismo Mutis–, conoció a Abdul Bashur, amigo y cómplice incondicional de ‘el gaviero’ en sus aventuras por el mundo.
Ese episodio se detalla en el primer capítulo de ‘Abdul Bashur, soñador de navíos’, donde Mutis hace referencia a su propia condición al momento de escribir la obra: “Trabajaba yo entonces como jefe de relaciones públicas de la subsidiaria en mi país de una gran corporación petrolera internacional...".
Después, a lo largo de poco más de 20 páginas, el escritor describe dos lugares emblemáticos de esta región: un gran puerto en el Pacífico y la capital de una provincia azucarera, ambos conectados por una carretera de tránsito casi imposible. Para muchos expertos en ‘Maqrollogía’, la referencia a Buenaventura y Cali es evidente.
“Urandá es un puerto, la mitad edificado en forma lacustre sobre pantanos que se van a confundir con el mar a través de una red inextricable de manglares; la otra mitad está construida en una colina ocupada casi en su totalidad por la zona roja. La región se precia de tener el mayor índice de precipitación pluvial del planeta y, por tal motivo, el aeropuerto permanece cerrado buena parte del año”, describe Mutis.
Más adelante, en la página 29, el escritor hace una profusa descripción de una zona de tolerancia como la que tuvo Buenaventura durante años, y de las relaciones que allí forjaban los rudos lobos de mar que llegaban en los grandes barcos: “Urandá contaba, además, con un barrio de edificaciones levantadas en tierra firme, que escalaba una ligera colina por la que pasaba, de vez en cuando, una brisa piadosa y fugaz. Como era de suponer, las madames, como allí se les nombra, se apresuraron a ocupar la zona para instalar allí sus burdeles. Era frecuente que los viajeros familiarizados con las características del puerto, tomaran allí una habitación con aire acondicionado y algunos servicios de hotel más o menos regulares, huyendo del siniestro Hotel Pasajeros. Las pupilas del lugar no insistían mucho en brindar su compañía. Sus clientes preferidos eran los marineros que llegaban provistos de los apetecidos dólares, marcos o libres, y no los huéspedes surtidos con la devaluada moneda nacional”.
En este caso, como se evidencia en otras páginas del libro, Mutis exacerba las críticas condiciones sociales de las zonas marginales del Puerto, el abandono estatal palpable en la zona, y hasta las características de los insectos de la selva del Pacífico, para recrear la atmósfera densa en la que conoció a Abdul Bashur.
Luego, en la página 30, el narrador hace referencia a una ciudad que, en el contexto de la obra, no puede estar inspirada en otra que la capital vallecaucana.
“La ciudad era una próspera capital azucarera con un clima parejo y agradable, que supo mantener un cierto ambiente cosmopolita y bullanguero en una vida que transcurría sin altibajos ni sorpresas.
Era como una isla en medio de la tormenta de pasión política desenfrenada que devastaba al país y lo mantenía sumido en una atmósfera de sangre y luto. Me gustaba demorarme por largas horas en el bar, instalado en una veranda donde corría un aire fresco, cargado de capitosos aromas vegetales”.
Era como una isla en medio de la tormenta de pasión política desenfrenada que devastaba al país y lo mantenía sumido en una atmósfera de sangre y luto. Me gustaba demorarme por largas horas en el bar, instalado en una veranda donde corría un aire fresco, cargado de capitosos aromas vegetales”.
Y, con un tono irónico del que hoy podrían tomar nota los funcionarios de Invías, recrea después las pésimas condiciones en que conoció la Vía al Mar, y que todavía hoy, en temporadas de invierno, es tema recurrente entre la dirigencia vallecaucana.
“La carretera que une al puerto de Urandá con la capital de la provincia, ha sido un venero de historias, la mayoría de ellas macabras y otras de un absurdo delirante, sólo comprensibles cuando se ha hecho ese viaje, no importa en qué época del año. Al salir del puerto, el camino atraviesa primero, durante una veintena de kilómetros, por una monótona planicie sembrada de plátanos y algunos otros árboles frutales de nombres difícilmente pronunciables. Comienza, luego, a subir en un cerrado zigzag hasta alcanzar los tres mil metros de altura. Allá, arriba, entre una espesa niebla que se viene encima de repente y hace casi imposible avanzar, comienza el lento descenso, bordeando precipicios de una profundidad que la vista no logra calcular a causa de la misma niebla que corre encajonada en el abismo, impelida por un viendo que no cesa. Abajo, el río caudaloso que desciende golpeando contra las grandes piedras que siembran el cauce, deja oír el fragor de la corriente en un bramido que llena de espanto. Ha sido imposible, para los ingenieros encargados de mantener transitable esta vía, la única que comunica con el mar a una de las regiones azucareras más ricas del mundo, evitar los perpetuos derrumbes y grandes deslizamientos causados por las lluvias incesantes”.
Posteriormente, en la página 47, el narrador muestra la bella descripción y el poético elogio que Abdul Bashur hace de las mujeres caleñas.
“Salimos, luego, a dar una vuelta por la ciudad, justamente famosa por la belleza de sus mujeres. En el puente sobre el río que la cruza, esperamos la entrada del personal de las oficinas y almacenes del centro comercial. Desfilaban las más bellas muchachas, en una suerte de ritual que se repite desde hace años. En verdad el espectáculo era deslumbrante. La elegancia del andar, la esbelta proporción de esos cuerpos jóvenes y elásticos, los grandes ojos oscuros y la piel mate y tersa que invita al tacto, hacen de las mujeres de esa región una suerte de raza aparte, venida de quién sabe dónde.
Como si hubiese adivinado mi pensamiento, Abdul pronunció su juicio:Tienen mucho de andaluzas y también de levantinas. Pero, al verlas, uno sabe que la edad no producirá en ellas los estragos que convierten a nuestras mujeres, a los treinta años, en una ruina.
Es como si su esqueleto estuviera hecho de una substancia más dúctil y, al mismo tiempo, más duradera. Son mutantes”.
Como si hubiese adivinado mi pensamiento, Abdul pronunció su juicio:Tienen mucho de andaluzas y también de levantinas. Pero, al verlas, uno sabe que la edad no producirá en ellas los estragos que convierten a nuestras mujeres, a los treinta años, en una ruina.
Es como si su esqueleto estuviera hecho de una substancia más dúctil y, al mismo tiempo, más duradera. Son mutantes”.
Finalmente, en la página 48, el narrador sitúa en esta región el punto de partida de la larga relación que sostendría con su interlocutor:
“Abdul Bashur entró a formar parte de la restringida legión de amigos cuya vida se ha cumplido bajo el signo del azar y la aventura y al margen de códigos y leyes creados por los hombres con el objeto de justificar, a la manera de Tartufo, la menguada condición de su destino. Durante los días de Urandá y en la ciudad de las mujeres inconcebibles, pude familiarizarme con algunas de sus particularidades de espíritu más singulares...”.
Esas 20 páginas y muchas más, inspiradas en los paisajes y las particularidades de esta patria, son las que explican porque hoy, también en el Valle del Cauca, se llora la partida de un poeta de la tierra.
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